INBŌS Los hijos del Sol - Capítulo 2


Llegó el segundo capítulo de "Los Hijos del Sol". En este episodio cruzaremos el Río de la Plata y conoceremos a otro de los protagonistas de esta historia.
Quiero agradecer todos los comentarios que me llegaron por esta historia, y por el blog en general. También hay críticas y son recontra bienvenidas. Gracias a todos... y tranquilos... habrá más "Blog del Tucu".
Volvamos a la historia... vamos a conocer a Seba el uruguayo. Espero sus comentarios. ¡Nos vemos!







INBŌS
LOS HIJOS DEL SOL


Primera Parte
EL DESPERTAR


Capítulo 2: 
Sebastián Ruiz  - “Sentidos”


Montevideo, Uruguay. Septiembre de 2014.

Sobresaltado, Sebastián despertó agitado por el extraño sueño que acababa de tener. Miró el antiguo reloj de mesa: indicaba las cuatro de la madrugada. Un intenso mareo le impedía enfocar su vista en las agujas. Veía cada detalle del despertador con extrema precisión; eso lo descomponía. La profundidad de la imagen y el contraste de los colores, le provocaban una rara sensación. Le pareció estar viendo una de aquellas viejas películas del Cine 3D; las de las gafas anaglíficas azul y roja.

Cerró los ojos y frotó sus párpados con fuerza. Algo se movía cuando fue a ponerse las pantuflas. Veía borroso, pero “ajustó el foco” de su mirada, y la imagen de la araña se amplió como si hubiese aplicado el zoom de una moderna cámara fotográfica: los detalles de la anatomía externa del artrópodo se magnificaron. Se sintió impresionado con la extraña y terrorífica belleza de los cuatro pares de ocelos, y los mortales quelíceros del arácnido.

"Seba" no pudo trabajar en la oficina. Su jefe, el Ing. Vázquez, le recomendó visitar al oculista de la Obra Social a la cual la Empresa estaba adherida. Aquella misma mañana asistió al consultorio donde lo revisaron exhaustivamente.

–Sus ojos, Señor Ruiz, están en óptimas condiciones. De todas maneras, sería bueno que se hiciese algunos estudios. –dijo el doctor, extendiéndole la orden correspondiente.

De nuevo en la oficina, el ingeniero Vázquez le dio el día libre.
No se sentía bien. Confuso y un tanto aturdido por lo que estaba experimentando, decidió ir al Parque Rodó, como era su costumbre cuando quería despejarse la mente. Compró un poco de pan, jamón, queso, y una botella de Coca-Cola. No había en el mundo felicidad mayor que visitar aquel lugar, sentarse frente al lago, contemplar el salto de agua, comerse su “refuerzo” y beberse su "coquita". Aquello, creía él, iba a relajarlo. Lo estaba consiguiendo cuando sintió un extraño olor. Jamás había percibido algo igual. Era el olor de la reacción química del cuerpo humano en momentos de tensión. Era adrenalina.
El murmullo de dos voces lejanas llamó de pronto su atención. Cuando trató de establecer el origen, aquel olor se hizo más intenso. De manera instintiva, dirigió su mirada a través de los árboles, al otro extremo del parque. Contrariamente a lo sucedido al comenzar el día, ahora experimentaba un estado de híper-lucidez. Había despertado en él un nuevo y sobrecogedor sentido.
Pudo ver, a un costado del monumento a Albert Einstein, dos jóvenes agazapados. Centró su audición en aquellos muchachos, y oyó:

– ¿Ves el viejo aquél, en el banquito?
– ¿El viejo de mierda ése? ¡No debe tener una moneda…!
– ¡Algo tiene, seguro! ¡Mirá… eso parece un celular!
– ¡Andá por atrás y dormilo de una piña!

Para Sebastián, el tiempo parecía haberse detenido. Sabía exactamente qué debía hacer, dónde colocar cada una de las piezas del dominó. Algo dentro suyo unió los puntos de lo que se adivinaba como una gran red de casualidades, pero que en realidad escondía un gran plan cósmico; como una pintura que se aprecia mejor si se la observa desde lejos. Por algo le estaba pasando lo que le estaba pasando. Debía aprovechar aquellos “dones” que se le revelaban, y usarlos para hacer el bien.

Sabía que, si intentaba correr para interceptar a los delincuentes, y así evitar el atraco que estaban por cometer, no llegaría a tiempo. Se puso de pie y observó todo a su alrededor, trazando un plan que pareció proyectarse ante sus ojos, como si una mano invisible dibujase garabatos en el aire. Poco a poco, fue fundiéndose con el entorno, abriendo sus sentidos a un nuevo nivel de percepción y dejándose llevar. Como un concierto mágico de sonidos, aromas y colores, las señales llegaban a Sebastián y éste las procesaba a una velocidad asombrosa.
El sonido producido por el pico de las palomas golpeando el suelo, tratando de atrapar la mayor cantidad posible de migajas, a los pies de aquel anciano, llegaba al cerebro de Sebastián no sólo como señal auditiva. Cada picoteo se convertía en un destello de color que se elevaba del suelo, cual nota particular de una polícroma y excelsa sinfonía.

Mientras se dirigía hacia un cesto de basura al costado del sendero, pudo percibir el aroma de los flamantes neumáticos de una bicicleta que se acercaba. Llegaba a su mente, también, el sonido y el calor que las ruedas provocaban, en la fricción contra los adoquines del camino. 
Disimuladamente volteó el cesto, desparramando su contenido en el trayecto que seguiría aquel ciclista, obstruyéndole el paso. Cruzó luego al otro extremo, hasta el lugar donde se ocultaban los noveles ladrones. Eligió una rama que halló en el suelo, resto de un árbol caído en la perdida batalla contra alguna tormenta.
Cuando se sentó y dispuso terminar su aún burbujeante “Coca Cola”, no tardó en descubrir que aquel trozo de árbol era lo que quedaba de un añejo sauce llorón. No fue difícil reconocerlo: el aroma de su árbol preferido es inconfundible. Lo sintió como una sensual caricia que hizo erizar la piel de todo su cuerpo.

El ciclista fue sorprendido por la pila de basura, e intentó esquivarla. Mordió con la rueda delantera el borde que separa el camino del césped; perdió el equilibrio, y fue a parar de bruces contra el carrito de un vendedor ambulante. Con su sombrilla multicolor, comenzó a rodar cuesta abajo en alocada carrera, revoleando a su paso pochoclos, galletitas, acarameladas manzanas y golosinas varias que, instantes antes, su conductor había acomodado con real devoción. Como una saeta, se dirigía directamente hacia los dos malhechores que sigilosamente subían en dirección del infortunado anciano.
Como en una vieja cinta de Charles Chaplin, el carro impactó de lleno contra los asaltantes, a quienes sorprendió su repentina e inesperada aparición "de la nada". A lo lejos, el ofuscado vendedor gritaba como un demente, por la pérdida de su mercadería.

Mientras, beber una simple gaseosa, se había convertido para Sebastián, en una experiencia por demás fascinante. Podía distinguir cada ingrediente de aquella bebida, su textura, su color, su sabor, a través de sus potenciados sentidos. Allí sentado sobre los restos del sauce caído, nuestro héroe esperaba por el desenlace de aquel dominó de eventos que había provocado.

El impacto del carrito hizo que los muchachos cayeran al suelo y comenzaran a rodar, cuesta abajo. Al detenerse, magullados, llenos de pasto, con marcas de haber pasado por encima de “regalitos” de perros; en medio de quejidos y lamentaciones, levantaron la vista y vieron por encima de sus malolientes cabezas, a un joven que, parsimoniosamente, enroscaba la tapa de su botella de gaseosa, y exhalaba un ¡Ahh…! de evidente placer.

–Toda acción tiene su reacción, de igual magnitud y de sentido contrario… Todo lo que hagan, tarde o temprano, les volverá. Busquen otra manera de ganarse la vida, chicos…

Al terminar la frase, Sebastián se alejó, dándoles la espalda. Sonriendo, arrojó por sobre el hombro la botellita de gaseosa, que dio un par de vueltas en el aire, pegó en la cabeza de uno de los ladrones, rebotó golpeando la frente del segundo para finalmente caer parada sobre el derruido tronco de sauce.

Mientras tanto…

– ¡¿Por qué no te fijas?! ¡Estúpido! – gritaba el vendedor, mientras el ciclista montaba en su bici.
– ¡¿Y vos? ¿Por qué no ponés esa mierda de carrito en otra parte?! ¿No ves que el camino es angosto, encima está lleno de basura? Seguro que es tuya esa mugre, gordo tarado.

En medio de la discusión, sin enterarse de lo sucedido, el anciano se levantó del banco, sacudió las migas del pantalón, y se dispuso a partir en el preciso instante en el que el ciclista giraba su cabeza para continuar insultando al vendedor.
Lejos de lo planificado por nuestro flamante héroe, un incidente ocurrió: el golpe de la bicicleta hizo que el anciano cayera, golpeándose fuertemente las costillas contra el borde del banco donde estuviera sentado. Quedó tirado en el suelo, dando alaridos de dolor, mientras el joven ciclista huía de la escena, y el vendedor se acercaba para ayudarlo, gritando:

– ¡Pendejo hijo de puta! ¡Te llego a encontrar de nuevo, te mato! Tranquilo, abuelo, ya llamé a Emergencias.

El aleteo de las alas de una mariposa puede provocar un huracán en otra parte del mundo. Pronto, Sebastián entendería las múltiples consecuencias, algunas no deseadas, que el uso de sus “dones” podía acarrear, y su implicancia en eventos futuros.



Bien, hasta aquí llegamos con este segundo capítulo, dónde asistimos al "despertar" de los poderes de Sebastián Ruiz. En el próximo episodio viajaremos hasta España y descubriremos la increíble historia de Laia, en: Capítulo III - Laia Garrido "Escape de la locura".

* Capítulo Anterior: Capítulo I - Diario de Álvaro Sánchez
* Capítulo Siguiente: Cap. III - Laia Garrido "Escape de la locura"

Comentarios

Darwin Silva ha dicho que…
Muy pero muy buen capitulo, mi estimado Gaston. Mejor todavia que el primero y no por que se desarrolle en mi pais natal. Segui asi.